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Notas

Medellín, la ciudad que se reinventó tras la barbarie narco

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Por Aldo Benítez
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«Pa’ dónde es la vuelta, patrón», pregunta el taxista, con ese tono característico colombiano, y uno no puede dejar de imaginarse estar en una de esas series de TV –El Patrón del Mal o Narcos, en Netflix– que dejaron en el imaginario de la gente una imagen que no condice con la realidad actual. Aquella Medellín sumida en el miedo y terror está lejos de ser la ciudad actual, que supo levantarse, pero sin olvidar su pasado reciente.

Si bien es cierto que la violencia se mantiene –así como también que recorrer sus calles durante cuatro días no son suficientes para conocer todo, pero sería peor no tener nada–, esto se debe a que Medellín no escapa a los rasgos característicos de las grandes ciudades latinoamericanas; cordones de pobreza y una marcada desigualdad son caldo de cultivo para la formación de pandilleros o grupos de delincuentes, pero aquel terror natural que se tenía en los tiempos de los narcos, por fortuna, prácticamente ya no existe.

En Colombia, a los nacidos en el departamento de Antioquia, se los conoce como «paisa». Medellín, una urbe de 2,5 millones de habitantes, es la capital de este departamento. Esta tierra, bordeada de montañas y serranías, por cuyas calles se respira fútbol y que vio nacer al que fue el narcotraficante más famoso del mundo, Pablo Emilio Escobar Gaviria, es también conocida como la «ciudad de la eterna primavera». Durante todo el año hay flores, y la temperatura promedio se mantiene entre los 23 a 28 grados. La temporada de invierno se distingue por los días de lluvia, sin embargo, el frío no resulta amenazante.

A finales de los 80 y principios de los 90, Medellín estaba secuestrada por los grupos narcotraficantes, con Pablo Escobar como la figura más visible de una barbarie que dejó miles de víctimas. La violencia llegó a niveles demenciales, con bombas que explosionaban en centros comerciales, en las calles, con jóvenes que dejaban los estudios o sus empleos para convertirse en sicarios. La muerte y el horror estaban en cada esquina de la ciudad y nadie sabía qué podía pasar al día siguiente.

El año 1990 es, quizás, el más duro de recordar para los paisas; en aquel período, Medellín sufrió diversos atentados y el miedo se apoderó de la gente. La tasa de homicidios de ese año llegó a casi 300 por cada 100 mil habitantes. Como para tener una idea; el año pasado, El Salvador, un país sumido en la violencia de pandillas, registró la tasa de homicidios más alta de toda Latinoamérica, llegando a 81,2 por cada 100 mil habitantes. Es decir, lo de Medellín en aquel tiempo fue devastador y las cicatrices, en algunos casos, no terminan de cerrarse hasta ahora.

«Todos teníamos miedo», dice hoy Carlos María Correa, periodista que trabajó para el diario El Espectador y que cubrió los eventos vinculados al narcotráfico en aquel tiempo. Con cabellera canosa y pulcra camisa blanca, Correa oficia de anfitrión en un almuerzo con cerca de 50 periodistas latinoamericanos que visitan Medellín. Se trata de un encuentro organizado por Connectas, una iniciativa que apunta a proyectar trabajos trasnacionales de periodistas de investigación de la región.

Mientras los periodistas disfrutan de unos frijoles calientes, Correa habla sobre su experiencia como corresponsal de El Espectador, el periódico que Pablo Escobar odiaba, por ser el primero en publicar sus vinculaciones con el narcotráfico. Correa menciona la noche en que tuvieron que pasar encerrados en la pequeña redacción del diario en Medellín. La Policía les pidió que no salgan del local, porque ese día sicarios al servicio del cartel de Medellín ya habían asesinado a dos periodistas. Tras el mencionado incidente, desde Bogotá, la capital colombiana, decidieron cerrar la oficina del periódico en Medellín.

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UNA BRUTAL VOCACIÓN

Actualmente, Correa es docente universitario y escribió el libro «Las llaves del periódico», donde hace un recuento de su labor en aquel tiempo. Durante la época dura del narcotráfico en Medellín, Correa trabajó incluso en forma incógnita y no tenía oficina –cuando se cerró la redacción– para evitar algún tipo de atentado. Enviaba sus informes llamando por teléfono desde las cabinas públicas. «Era muy complicado todo. No podía tener una vida social, era difícil tener novia, amigos. Pero era periodista y sentía una brutal vocación por informar», dice con firmeza.

Se suma a la charla Javier Arboleda, también periodista, pero que en aquella época era camarógrafo para el canal RCN. Con camisa abierta, jeans y mochila al hombro, Arboleda dice que la violencia que se generó en aquella época fue transversal. Involucró a varios sectores de la sociedad y dejó, además de las muertes, una ciudad fragmentada. Hubo –hasta hoy, incluso– gente que defendía el accionar de Escobar.

«Para cubrir el entierro de Escobar tuvimos que estar protegidos por tanquetas de la Policía Nacional. Y nos quedamos durante horas bajo protección de los uniformados. Mucha gente nos odiaba, porque decía que por la «mala prensa» fue que el gobierno buscaba a Escobar», recuerda Arboleda.

Para el periodista, cubrir los sucesos que sacudían a Medellín y Bogotá en aquella época no fue fácil, y en algunos casos, hay recuerdos muy tristes que no se pueden superar. «Se imagina lo que es llegar al trabajo y lo primero que uno tiene que hacer es ir a filmar cadáveres esparcidos por todos lados, generalmente de gente inocente», expone Arboleda.

Para él, el 2 de diciembre de 1993 es una fecha imposible de olvidar. Ese día, el escuadrón militar-policial que venía siguiendo a Pablo Escobar confirmó su muerte. «No hay dudas de que el acontecimiento más importante del siglo XX en Colombia fue la muerte de Pablo Emilio Escobar. Nunca en mi vida vi tantos periodistas, de todas partes del mundo, que llegaron hasta Medellín para cubrir aquello, ni tampoco recuerdo tanto impacto en la gente», señala Arboleda.

Y, por si la violencia generada con los carteles del narcotráfico no era suficiente, se sumaba la guerrilla, que si bien se concentraba en la selva y zonas rurales de Antioquia, tenía sus ramificaciones en la ciudad y periferias. La guerrilla trajo consigo miles de muertes, secuestros, desaparecidos y la brutalidad estatal a partir de los paramilitares. Un cóctel demasiado peligroso contra una ciudadanía que, a pesar de todo, nunca perdió la fe.

REINVENTARSE COMO CIUDAD

Tras la muerte de Escobar, Medellín encontró una razón para reinventarse. Si bien los grupos narcos nunca se fueron del todo, la barbarie de matanzas con bombas en espacios públicos fue acabando y empezó una reconstrucción ciudadana que, lejos de ocultar lo que pasó, la expone. Una ciudad que en lugar de guardar bajo la alfombra su dolorosa historia reciente, pone a disposición de su gente en detalle, cifras, nombres, fotos. La idea es tan simple como elemental; mantener viva la memoria, para que no vuelva a repetirse.

Para cumplir con este objetivo, funciona el museo «Casa de la Memoria», uno de los 17 con los que cuenta Medellín y que está ubicado en el centro de la ciudad. Allí se puede acceder a archivos fotográficos y audiovisuales para ver cómo los medios de comunicación cubrieron los acontecimientos vinculados al narcotráfico y a las guerrillas. El museo cuenta con tecnología adecuada para hacer recorridos en 3D y revisar digitalmente los archivos periodísticos de diarios y televisión. Están disponibles entrevistas con diferentes referentes o víctimas de la época. Es, sin duda, un viaje en el tiempo. Además, la capital de Antioquia tiene unos 35 teatros, 15 bibliotecas públicas y centenares de librerías, que forman parte del acervo paisa.

En el 2013, Medellín fue elegida como la ciudad más innovadora del mundo por el The Wall Street Journal y Citigroup, por sus grandes cambios en infraestructura social, inclusión y seguridad. Medellín es reconocida por su sistema de transporte público. Tiene un metro (tren eléctrico), que hace el recorrido por zonas principales con decenas de paradas. Buses internos se encargan de transportar a pasajeros y trabajan como «alimentadores» del metro. También funciona el tranvía eléctrico. Si se quiere hacer recorridos cortos, están las bicicletas municipales disponibles al público. Todo se puede pagar a través de una sola y simple tarjeta, que es recargable.

La inclusión de zonas marginadas al sistema de transporte es una realidad en Medellín. Un ejemplo es lo que viven los habitantes de la Comuna 8, barrio La Sierra, que como su nombre lo indica está ubicada en la altura de una de las montañas que rodea a Medellín. Durante la época de la guerrilla, grupos paramilitares o guerrilleros atropellaron este barrio, causando dolor y desastres. Miles de familias huyeron de la zona y formaron sus precarias viviendas en la falda de la montaña, sin planificación alguna. Es como una favela brasileña, o como para hacerlo más nuestro, como la Chacarita, pero 50 veces más grande.

En el 2014, la alcaldía local emprendió un proyecto innovador: introdujo la figura del «Metrocable», un teleférico que conecta a La Sierra con la zona céntrica de Medellín. Desde entonces, los habitantes de este barrio pueden ir a trabajar o a estudiar a la ciudad y volver a sus casas el mismo día. Además, el teleférico cuenta con un sistema de seguridad especial en sus paradas. Hoy, hay en proyecto con más teleféricos por concretarse.

Los cambios sociales que experimentó la ciudad en los últimos años son incuestionables en números. De los 6.349 homicidios que tuvo Medellín en 1991, en tiempos de Escobar, la cantidad se redujo a 536 el año pasado. Igual, esta cifra representa un aumento del 7% con relación al 2015. Pero, como explica el periodista Arboleda, «no es que la violencia haya terminado en Medellín, es que solo se recicla. Antes eran poderosos narcos, hoy son grupos de pandilleros o delincuentes».

NARCOTURISMO

Para Arboleda, el «narcoturismo» implementado con el paso de los años, con el recorrido de lugares símbolos de narcotráfico colombiano, sirve más que nada para reivindicar una figura atroz y que hizo demasiado daño a miles de familias colombianas.

Hoy, la idea desde la alcaldía de Medellín es desligarse definitivamente de la figura de la violencia y del narcotráfico. Por eso, el alcalde local, Federico Gutiérrez Zoloaga, anunció días pasados que el edificio Mónaco –que perteneció a Pablo Escobar– será derrumbado. El edificio es un símbolo del mundo narco que gobernó Medellín hace 25 años atrás.

Son las 22:30 y cerca del Parque Lleras, una zona de pubs y clubes, cientos de jóvenes toman la noche y las calles en Medellín. Hay fiesta, música, alcohol y es inevitable notar la presencia de tantos estadounidenses. «Estos gringos creen que todavía es la Medellín de antes», me dice un contacto colombiano.

La Medellín de ahora no olvida a la antes. Pero sí busca desterrar el terror y el miedo, sin dejar de lado la memoria.
LA NACION

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